Viernes, 21
de Noviembre de 2014
Ayer diversos
grupos de manifestantes salieron de nueva cuenta a las calles en
diversas ciudades del país y del extranjero. Desde los pacíficos
estudiantes hasta los grupos violentos que con mayor frecuencia se
presentan, se expresaron con varios gritos de batalla en nombre de
los desaparecidos de Ayotzinapa. Uno de los más repetidos es sin
duda “¡Que renuncie el Presidente!” y varias consignas
similares. Eso está muy bien. La libertad de expresión no debe
coartarse bajo ninguna circunstancia.
Es
comprensible el sentimiento de malestar y hartazgo de la mayoría de
los mexicanos, incluido el de quien esto escribe, por vivir en un
país en el que las oportunidades para los jóvenes son mínimas, los
empleos escasos y los ingresos bajos. También porque no existe el
imperio de la ley y el Estado no garantiza una de sus obligaciones
primarias: la integridad física de las personas y de sus bienes.
Tenemos miedo y por desgracia, esa es la permanente “normal”
en México. Todos lo sabemos.
La peor
parte es que no se vislumbra quién pudiera cambiar esta situación
en el corto plazo, y el gobierno federal por los resultados
alcanzados hasta hoy, no será quien lo haga. Nuestro problema es
sistémico.
Por eso, el
mejor ángulo desde el cual debe verse lo que está sucediendo en el
país, es el de la falta de libertad. Poco se habla de ello
pero, la solución real a la crisis económica, política y social
que vivimos no puede pasar por otro camino.
Según la
primera acepción de esa palabra en el diccionario de la Real
Academia Española, libertad es la “Facultad natural que tiene el
hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es
responsable de sus actos.” El garante de esa libertad, por
supuesto, no puede ser otro que el Estado, sin el cual, la
convivencia civilizada no puede perdurar. El respeto a los derechos
ajenos se tiene que hacer valer y quien los quebrante, tiene que ser
castigado en consecuencia, sin excepciones. De ahí que resulte
indispensable que la estructura estatal cumpla de manera eficaz y
eficiente con sus funciones o no puede haber libertad.
No por nada
en México la violencia en distintas formas se ha vuelto una
constante. Si el encargado de hacer valer la ley siempre por medio de
la violencia legítima no cumple con su cometido, entones el
resultado no puede ser otro que la corrupción, la impunidad y el
auge del crimen. En lo económico eso se reflejará en un bajo
nivel de crecimiento y desarrollo, pues la abundancia y la
prosperidad solo pueden habitar donde exista la libertad. Y es que,
¿cómo podría prosperar una nación en la que el respeto a la
propiedad privada y el derecho a conservar lo ganado sea opcional o
condicionado a la voluntad de alguien en el gobierno o el crimen
organizado? Eso no es posible, como tampoco el que se pueda atraer
inversiones ni que los empresarios hagan un adecuado cálculo
económico sin un mercado libre. La consecuencia inevitable es
estancamiento y pobreza.
De modo que
un Estado que no da libertad, para poder sobrevivir a trompicones,
tiene que recurrir a falsos remedios decididos y de facto para
sobrellevar la justificada inconformidad de las personas. Entre ellos
se incluyen la tolerancia a la corrupción –bajo la idea de
que si todos somos corruptos entonces lo más conveniente es no hacer
nada, sino formarse en la fila a esperar el turno–, la complicidad
entre los criminales y autoridades de todos niveles para mantener la
“paz” en sus zonas de influencia, la aplicación selectiva de la
ley y un interminable etc.
En lo
económico ese Estado inoperante recurrirá a políticas socialistas
para contener el descontento. Eso asegura que los gobiernos tenderán
permanentemente a tener presupuestos deficitarios, deudas
crecientes e inflación. Todo, con tal de dotar a los ciudadanos
de toda clase de “beneficios”, subsidios y supuestos “derechos”
para evitar cualquier peligrosa insurrección social. Lo malo es que
olvida que lo que se le carga al gobierno, lo terminamos pagando
nosotros y con intereses. Sobra decir que la mano del fisco y su
carga impositiva recaerán con más fuerza sobre aquellos con mayores
ingresos, pues el problema, dicen, es la “desigualdad”. Un
sofisma.
El Estado
pues, ante el temor que le produce su incapacidad de garantizar la
libertad de las personas, se meterá hasta los más profundos
recovecos que encuentre para intentar controlarlo todo, incluido los
precios. La paranoia estatal por tanto, tenderá a sobrerregular y a
tratar a sus ciudadanos como si fueran niños. Así, decide lo que
“está bien” y lo que “está mal” para ellos.
La guerra
contra las drogas es quizá uno de los mejores ejemplos. Por cierto,
la prohibición dota de amplios recursos y poder al crimen organizado
–al vender productos por encima del precio que le daría el mercado
libre si fuesen legales, para seguir corrompiendo a las autoridades.
El círculo se cierra.
Por eso
México necesita libertad, le urge.
Todos los
simpatizantes de la causa de Ayotzinapa están en lo cierto, México
necesita cambiar. Pero el centro de su lucha y la de todos debe ser
la demanda de libertad y un Estado que la garantice. Se
equivocan si creen que con la renuncia del presidente el ansiado
cambio llegará. Para decirlo claro, ningún partido político actual
nos puede sacar del agujero en el que estamos por una sencilla razón:
todos, en mayor o menor grado están por el intervencionismo estatal.
En otras palabras, no están por defender nuestra libertad. Cambiar
de nombres y siglas no servirá de nada, si la idea común en ellos
es que pueden saber mejor que nosotros qué es lo que nos conviene.
Pero
nadie puede perseguir mejor el bienestar propio que uno mismo.
Ese es el cambio original que necesitamos, señoras y señores
políticos. Por ello, las altas y genuinas metas a las que aspiramos
como sociedad, pasan por la plena libertad individual. Llegó la hora
de dar el paso.
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